El nacionalismo revolucionario se impuso como la ideología dominante en el México posrevolucionario. Se nutrió de agravios históricos como la pérdida de la mitad del territorio nacional ante Estados Unidos en el siglo XIX, y por ello exaltaba la “soberanía” y la “identidad nacional”, la existencia de un “Estado fuerte” que tutelara a la sociedad, aún a costa de la autonomía de la misma, y que creara un dique ante el riesgo de “las ambiciones imperialistas”.

De ahí surgió un Estado que todo lo dominaba: la economía, la vida social, la cultura, la dinámica política. El estatismo se tradujo en autoritarismo, corrupción, ineficiencia, falta de controles democráticos en el ejercicio del poder. El problema es que esa ideología alimentó no sólo al PRI y su programa, sino también a la izquierda mexicana.

El PRD y las izquierdas, incluida Morena, viven del mito del nacionalismo revolucionario y de la creencia casi religiosa en un Estado que todo lo puede y debe resolver: el desarrollo, la generación de empleos, la superación de la pobreza, la cohesión social.

Ello no les permite darse cuenta que el papel del Estado ha cambiado radicalmente, debido a la apertura comercial, la globalización, la crisis fiscal, los contrapesos generados por la pluralidad y la alternancia política y la emergencia de una sociedad civil cada vez más activa y demandante.

Esa izquierda sigue paralizada en la exaltación de la expropiación petrolera de 1938. Sigue encadenada al pasado, sin poder imaginar ni asumir el futuro.

La reforma energética, recientemente aprobada en el Congreso de la Unión por el PRI, el PAN, el Partido Verde y Nueva Alianza, con la abierta oposición del PRD y de grupos radicales ligados a Morena, va a fondo y va a generar cambios positivos a favor de México. También tendrá riesgos.

Tendremos una industria petrolera más competitiva, con esquemas eficientes de asociación público-privada, con la posibilidad de involucrar a grandes empresas trasnacionales que tienen la tecnología y que pueden asumir los costos de la exploración en aguas profundas, que en el 80% de los casos implica pérdidas que ya no serán a cargo del erario público. Cuba, un país “socialista” y Brasil gobernado por la izquierda, han optado por este camino.

Se crea el Fondo Mexicano del Petróleo, a cargo del Banco de México, quien se encargará de administrar  la “renta petrolera” que se utilizaría para la inversión en proyectos de ciencia y tecnología y fortalecer los sistemas de pensiones: futuro e igualdad.

La propiedad de los hidrocarburos continúa siendo propiedad de la nación, el tema que tanto preocupa a las izquierdas.

Entonces, ¿dónde está la polémica? Como alguien lo señaló, estamos ante un tema de “tecnologías” y no de “ideologías”. La reforma energética ha sido recibida con gran optimismo a nivel internacional. Se considera “la reforma económica más importante en México, después del Tratado de Libre Comercio”. Algunos analistas opinan que permitirá potenciar la segunda área de hidrocarburos más importante del mundo después del Ártico.

Es hora de romper con los mitos históricos, con los prejuicios nacionalistas y estatistas, y pensar en cómo podremos utilizar los recursos adicionales que la reforma traerá para abordar los grandes retos que México enfrenta: el lento crecimiento económico, la generación de puestos de trabajo formales y la superación de los rezagos sociales

El mundo cambió, se transformó la dinámica de la industria petrolera, y esto obliga a todos los actores, incluida la izquierda, a modificar sus mapas mentales y políticos por el bien de México.