Impunidad, del vocablo latino impunitas, es un término que refiere a la falta de castigo a una falta o un delito. Es un fenómeno arraigado en países que carecen de una tradición de imperio de la ley, sufren corrupción política, tienen un poder judicial débil o fuerzas de seguridad que no responden al interés público. Estas características, por desgracia, comparte México.

Para abonar a su mayor comprensión, la Universidad de las Américas Puebla (UDLA) desarrolló el primer estudio cuantitativo y cualitativo de alcance internacional: el Índice Global de Impunidad (IGI), que comprende a 59 países considerados que poseen estadística suficiente y actualizada en materia de seguridad, justicia y derechos humanos. Los países con mayores niveles de impunidad son, en este orden, Filipinas, México, Turquía, Colombia y la Federación de Rusia.

La impunidad asfixia toda nuestra vida pública: ¿quién investiga y quién sanciona a funcionarios de primer nivel que ostentan casas de contratistas que a su vez se han enriquecido con jugosos contratos públicos?; ¿a gobernadores y exgobernadores con propiedades, cuyo valor supera por mucho lo que ellos pudieron haber acumulado a lo largo del servicio público?; ¿a un exjefe de gobierno del Distrito Federal acusado de negligencia e incluso corrupción en la construcción de la mayor obra de infraestructura de su administración, una línea del Metro de 40,000 millones de pesos y que hoy se postula nuevamente para ocupar un cargo de elección popular? Ninguno ha pisado un juzgado.

La impunidad afecta los derechos humanos de millones de mexicanos. Miles han perdido la vida en hechos de violencia donde los responsables, fuera de casos excepcionales, no han sido detenidos ni procesados.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2014) del INEGI, el nivel de delitos no denunciados o que no derivaron en averiguación previa durante el 2013 fue de 94% (cifra negra). Esto significa que 9 de cada 10 delitos por robo de vehículo, robo en casa habitación, asalto en calle o transporte público, fraude, extorsión, secuestro, amenazas verbales, lesiones y agresiones sexuales, quedan impunes. Las razones por las cuales los ciudadanos no denuncian, constituyen una señal de alerta: “es un pérdida de tiempo”, “desconfían de las autoridades”.

La impunidad ha erosionado la confianza social en las instituciones. De acuerdo con una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE), 46% de los mexicanos considera que las instituciones funcionan mal o muy mal; 78%, que persiguen sus propios intereses; 79%, que el país está gobernado por unos cuantos intereses poderosos que trabajan para su propio beneficio; 7 de cada 10 cree que las instituciones van a seguir igual o empeorarán hacia el futuro. Mientras 72% confía mucho en la familia, apenas 12% confía mucho en la Policía Federal, 5% en las policías estatales, 5% en los diputados y 3% en los partidos políticos.

Hemos vivido durante décadas en el imperio de la ilegalidad, la corrupción y la impunidad, mientras la evidencia internacional disponible demuestra que el desarrollo de un país está íntimamente ligado con la capacidad del Estado de aplicar la ley y construir un orden democrático basado en la legalidad, la transparencia y la rendición de cuentas. El imperio de la ley, la ética y la moral.

Por si fuera poco, el estudio The World Justice Project de 2014 –patrocinado por agencias privadas y organismos no gubernamentales- ubica a México en el lugar 79 de 99 naciones en materia de justicia. Estamos por debajo de países como Zambia, Tanzania, Mongolia, Vietnam, Ghana, Burkina Faso (uno de los países más pobres del mundo), El Salvador, en indicadores como ausencia de corrupción, gobierno abierto, protección a los derechos fundamentales, orden y seguridad, justicia civil y criminal y solidez de los órdenes jurídicos.

La corrupción y su motor, la impunidad, han erosionado ya la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, y ponen en riesgo el futuro de un país lleno de recursos y talento, pero falto de buenos líderes.

El Poder Legislativo acaba de aprobar el Sistema Nacional Anticorrupción, pero esto es sólo el principio. Falta, sin duda, mucho camino por avanzar.