Concluyó en el Congreso la aprobación de las leyes secundarias de la reforma energética, la que concentra las mayores expectativas de parte del gobierno federal sobre un impacto en las tasas de inversión y crecimiento económico, y provoca también el mayor rechazo de la oposición de izquierda.

Las justificaciones para abordar la reforma han sido muchas, pero sólo citaré algunos datos. México exportó el año pasado 49,500 millones de dólares de petróleo crudo, pero más de la mitad de esos recursos se fueron al fisco impidiendo así la capitalización de Pemex; en tanto el país importó 41,800 millones de dólares en gasolinas, gas y derivados.

La producción de petróleo ha caído de 3.4 millones de barriles al día en 2004 a 2.5 millones en la actualidad. Las reservas de petróleo y gas están hoy en yacimientos marinos mucho más profundos que requieren de inversiones y tecnologías que el país no tiene, y por otra parte estamos en medio de una transición hacia la llamada fracturación hidráulica para la extracción de esos energéticos, que implica recursos que la paraestatal mexicana tampoco tiene. A todo ello, se suma el creciente déficit en infraestructura de refinación y el dinámico incremento del consumo interno.

De seguir las tendencias actuales, México corre el riesgo de convertirse en pocos años en un importador neto de hidrocarburos. Ahora vayamos a las implicaciones políticas del tema.

El hecho es que la reforma abre al sector privado nacional y extranjero la extracción y transformación de los hidrocarburos, aunque se establecen candados de transparencia para los procesos de licitación y habrá fiscalización pública sobre los recursos que reciba el Estado y el uso y destino que se les dé. Se reduce la carga fiscal a Pemex, quien podrá decidir si reinvierte sus utilidades o las entrega a un fondo para que se destinen a becas universitarias, creación de escuelas y hospitales o programas sociales.

Todos los aspectos de la reforma fueron objeto de un fuerte debate entre el PRI y PAN, y el PRD y sus partidos satélites, pero un punto especialmente cuestionado fue la decisión de asumir como deuda pública el pasivo laboral de Pemex que asciende a un billón 347 mil millones de pesos, equivalentes a 7% del PIB. Ello implica que todos los mexicanos, yo, usted lector, mañana sus hijos, paguemos las corruptelas y los privilegios de que goza el sindicato petrolero.

La partidocracia creó sus escenografías, el PRI y el PAN argumentaron que la democracia es “un asunto de mayorías”, la izquierda alargó hasta el cansancio el debate legislativo a falta de mejores argumentos políticos que no sean los viejos y gastados mitos nacionalistas, buscando exhibir “la traición a la soberanía” y el “robo del siglo”, pero no escuchamos, nunca, las voces de los ciudadanos, la suya lector, la mía, en un tema de la más alta trascendencia para el futuro del país.

¿La reforma era necesaria?, sí; ¿México necesitaba abrir su sector petrolero a la inversión extranjera?, sí; pero lo que ya no podemos aceptar es que los partidos, situados en el nivel más bajo de la confianza ciudadana de acuerdo con las encuestas, hablen y decidan sin consultarnos. En México los mecanismos de representación social de la clase política están rotos porque los mexicanos no confían en ella.

¿Las consecuencias? El gobierno de Peña Nieto tendrá que navegar contra un imaginario social contrario a la reforma energética. De acuerdo con una encuesta del periódico Reforma, publicada el pasado 1 de agosto, 40% de los mexicanos califica como “mala/muy mala” la reforma energética; 61% opina que con dicha reforma subirán los precios de la luz y los combustibles. Todo esto resultado no sólo de una pésima mercadotecnia gubernamental, sino también del agravio de los ciudadanos que se perciben excluidos por la partidocracia.

Y lo más preocupante: 66% de los mexicanos considera pertinente que se lleve a cabo una consulta sobre la reforma energética, tema en el que están concentrando sus baterías el PRD y Morena hacia junio del próximo año con objeto de revertir los cambios que acordó el Congreso e influir en las tendencias del voto para las elecciones intermedias de julio de 2015.

Sin la voz y el consenso de los ciudadanos, no puede haber reformas estructurales viables y sostenibles. Ésa es la lección.