El Partido Verde (un negocio familiar más que exitoso y rentable) promete un circo sin elefantes, y “sí cumple”; el Partido del Trabajo (creado con el patrocinio de los hermanos Salinas de Gortari) se reclama “orgullosamente de izquierda”; el PRD presume su vasto aparato clientelar en la Ciudad de México (6 de cada 10 capitalinos reciben algún apoyo social de parte del gobierno del DF); el PAN quiere “mandar a la cárcel a los corruptos”; el PRI promete un paraíso futuro a partir de la concreción de las reformas estructurales con “Internet más barato y la eliminación de la larga distancia en llamadas telefónicas”.

Han arrancado las precampañas con vistas a las elecciones del 7 de junio de este año, donde estará en juego un botín muy apetitoso para la partidocracia: 500 diputaciones federales, 639 diputaciones locales, 803 presidencias municipales, nueve gubernaturas y 16 jefaturas delegacionales en el Distrito Federal.

En ese marco, entre el 10 de enero y el 18 de febrero, se transmitirán por medio de las 3 mil estaciones de radio y canales de televisión que cuentan con una concesión del gobierno federal, 11.5 millones de spots de los cuales 7.2 millones de mensajes corresponden a partidos políticos.

El Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE) realizó un estudio para valorar la opinión de los ciudadanos sobre este auténtico “bombardeo mediático” proveniente de los partidos políticos: 43% no les cree nada a los spots de radio y TV de candidatos y partidos; a la mitad de los mexicanos en edad de votar no les gustan los spots.

Mientras tanto, los ciudadanos de a pie no contamos con instrumentos de control o fiscalización para garantizar un mínimo de compromiso ético en la comunicación política de los partidos. Se supone que esta tarea la realizan los “consejeros ciudadanos”, que teóricamente nos representan en el Instituto Nacional Electoral (INE), los cuales realmente están comprometidos, no conmigo o contigo lector, sino con los partidos que promovieron su arribo al Consejo General del Instituto a través del “reparto de cuotas” lo que, a todas luces conspira contra la imparcialidad de estos representantes.

México tiene una democracia carísima. El proceso electoral 2015 nos costará a los mexicanos 32,000 millones de pesos, 61% más de lo que costaron los comicios intermedios de 2009. De este total, 18,572 millones de pesos se destinan al INE y a su sofisticada y muy bien pagada burocracia  y 13,452 millones de pesos se van a los organismos electorales estatales. Del total de recursos, los partidos políticos reciben 9,946 millones de pesos para sus gastos de operación y campañas políticas. Inaudito.

El costo del proceso electoral 2015 es equivalente a 82% del presupuesto asignado para este año al Programa Prospera (39,800 millones de pesos), que satisface las necesidad de educación, salud y alimentación de 6.1 millones de familias (24 millones de mexicanos) en extrema pobreza.

En buena medida, la responsabilidad de que tengamos un entramado electoral tan oneroso radica en la desconfianza y la sospecha permanente. Un ejemplo es la credencial de elector, que está dotada de 25 medidas de seguridad “para evitar su falsificación”. En México, el costo del voto es 18 veces más alto que el promedio de Iberoamérica en términos de financiamiento público. Cada sufragio cuesta aquí 17 dólares, contra 29 centavos de dólar en Brasil, 41 centavos en Argentina y 2 dólares en Colombia.

Estamos hablando de un elevadísimo costo para una democracia cuya eficacia para resolver los grandes dilemas públicos –seguridad, crecimiento, combate a la pobreza y la corrupción– no es satisfactoria. El sistema actual sólo beneficia al status quo, a la partidocracia y a la burocracia electoral. Las elecciones son cada vez representan menos la voluntad de los mexicanos (el PRI se convirtió en gobierno con apenas el 24% de los votos posibles).

Es la hora de discutir una modernización de la política, abriendo más espacios a los ciudadanos, generando mecanismos efectivos de representación, un proceso electoral menos costoso y de mayor exposición a la sociedad (más debates y menos publicidad). Llegó la hora.