En Chilpancingo, Guerrero, maestros de la Coordinadora estatal de Trabajadores de la Educación y normalistas queman una patrulla enfrente del Palacio de Gobierno para exigir “la presentación con vida” de los jóvenes de Ayotzinapa.

Días atrás, con el mismo pretexto, habían atacado el cuartel militar de Iguala donde fueron replegados por soldados algunos de los cuales resultaron heridos. La prudencia de los soldados impidió una tragedia. Tras el choque, los manifestantes incendiaron transportes de empresas privadas.

En otros hechos, los “maestros” desalojaron a tres mil empleados de las instalaciones de la Secretaría de Educación estatal, con la amenaza de que “si vuelven a abrir, estas oficinas serán quemadas junto con los trabajadores”.

En tanto, en Oaxaca, los maestros de la sección 22 del CNTE cerraron carreteras, tomaron el aeropuerto y pintarrajearon las pistas de aterrizaje con un grave riesgo para el tráfico aéreo, un hecho que se tipifica en el Código Penal Federal como “ataque a las vías de comunicación”.

No hay un solo detenido. La violencia rebasa todo límite, y los tres niveles de gobierno comparten la parálisis, el miedo a actuar con las herramientas que la ley les provee para asegurar el orden público, la paz y la tranquilidad.

La decisión de dejar entrar a los manifestantes al cuartel militar de Iguala, con objeto de que “se pueda constatar que no existe responsabilidad alguna del Ejercito mexicano en la desaparición de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa”, no sólo es un absurdo que pone en riesgo instalaciones destinadas a preservar la seguridad nacional: ofende la dignidad de las fuerzas armadas, su prestigio y credibilidad; es una concesión inaceptable del gobierno federal temeroso de que la protesta de los extremistas escale. Es un agravio contra una de las únicas instituciones que han sabido defender a los ciudadanos.

Los “profesores” de la CNTE no sólo están decididos a echar abajo la reforma educativa en tres de las entidades más pobres y con mayores rezagos en la enseñanza (Oaxaca, Guerrero y Michoacán). Encabezan una calculada maniobra de desestabilización donde los padres de los normalistas son mera carne de cañón. Se trata de una estrategia para minar a las instituciones, debilitar al Estado, generar caos y zozobra social para crear con ello las condiciones para una “insurrección popular”.

Michoacán, por su parte, vive una nueva ola de violencia por el enfrentamiento entre las propias policías comunitarias, lo que muestra que el amplio despliegue de las fuerzas del orden y la instrumentación de una estrategia “integral” de recuperación de la gobernabilidad no está dando los resultados esperados, a pesar del optimismo del comisionado federal, Alfredo Castillo. Ahí también, los “maestros” de la CNTE son fuente de desestabilización.

Durante una reciente gira por Ciudad Juárez el Presidente Peña Nieto hizo una afirmación: “La estadística nacional acredita que en el tema de seguridad, hay mejoras sensibles. Hay una menor comisión de delitos. Tenemos mayor seguridad, menor violencia”.

La realidad contrasta las aseveraciones del Presidente. Los habitantes de Guerrero, Michoacán y Oaxaca están acosados por la violencia desde dos frentes: el de la delincuencia organizada y el de los grupos extremistas.

El reto de este tipo de violencia es mayor. No actuar con firmeza para imponer la ley ahora, impondrá severos costos políticos el día de mañana. El crecimiento sostenido de la violencia de los extremistas, exigirá respuestas equivalentes desde el terreno de las fuerzas de seguridad, demandará dentro de muy poco tiempo, la línea es cada vez más delgada, una alta dosis de “violencia institucionalizada”, y los mexicanos no queremos más sangre.

Pero para eso se requiere mucho más que la búsqueda de la popularidad, el cálculo electoral; se requiere una visión de Estado, firmeza para defender la democracia y la República, para preservar a las instituciones ante el embate de la irracionalidad, y regresarles a los mexicanos algo que desde hace ya 10 años perdieron: la confianza en un país donde puedan trabajar y vivir en paz y construir un patrimonio para sus familias.

Y debe quedar claro, el reto no sólo es para los gobiernos, sino principalmente para los ciudadanos que debemos participar en el tema, exigir y respaldar la aplicación de la ley para responder a quienes quieren dañar nuestra tranquilidad y al país.