Es inevitable hacer un paréntesis para reflexionar acerca de la muerte de Hugo Chávez, el “líder fuerte” de Venezuela, cuya figura y legado invitan lo mismo al entusiasmo y la veneración de sus simpatizantes que el antagonismo de sus detractores.

Entre los aspectos negativos de su larga permanencia de casi 14 años en el poder, está el hecho de que no deja ni una democracia más sólida ni una economía más próspera.

De acuerdo con los expertos, para que exista democracia es necesario que haya elecciones libres y justas, respeto al voto y preservación de los derechos políticos y las libertades civiles, además del control civil del Ejército. Nada de esto ocurrió en Venezuela.

Su administración encaja en lo que los politólogos denominan “regímenes autoritarios competitivos”, donde los líderes obtienen el poder mediante elecciones democráticas pero luego cambian la Constitución y las leyes para debilitar los mecanismos de control del gobierno, con lo que se aseguran la continuidad en el poder y una autonomía casi absoluta, a la vez que conservan ciertos rasgos de legitimidad democrática.

Chávez deja una sociedad polarizada. Alimentó sin límites los resentimientos, el encono y la venganza hacia sus opositores. Pasará mucho tiempo para que Venezuela se reconcilie con su pluralidad y supere el ambiente de confrontación social que hoy vive.

Venezuela es uno de los países más inseguros del mundo; Kabul y Bagdad son más seguros que Caracas, donde los homicidios y secuestros son parte de la vida cotidiana. Es un paraíso para el blanqueado de dinero, el tráfico de personas, armas y drogas. Es el principal proveedor de drogas de Europa, y destacados miembros de la administración de Chávez están señalados por encabezar redes de narcotráfico.

Deja una economía sumida en el desastre: devaluaciones, uno de los mayores déficits fiscales del mundo, altísimos niveles de inflación, y una caída de la capacidad productiva, incluso en el sector petrolero su principal fuente de ingresos. El país cayó a los últimos puestos en las listas de competitividad internacional y subió a los primeros puestos entre los países más corruptos del mundo.

Sin embargo, Chávez fue un político “sofisticado” que entendió una de las claves para la conservación del poder en sociedades polarizadas por los rezagos y la desigualdad: los pobres importan.

A través de un complejo entramado de políticas sociales logró que el porcentaje de venezolanos que vivía en la pobreza entre 1997 y 2011, bajara de 55.6% a 26.5%, y que los pobres extremos disminuyeran del 25.5% al 7%. Sin duda un resultado espectacular pero que se consiguió a través de regalar dinero a manos llenas proveniente de los ingresos del petróleo a los sectores más vulnerables sin controles normativos y de transparencia, con el sólo propósito de allegarse una amplísima base clientelar con fines político-electorales. Chávez convirtió a los pobres en el eje de su apasionado discurso político; su capacidad para hacer que sintieran que tenían a uno de los suyos en el poder no tuvo precedentes.

En Venezuela la política social le permitió a Chávez ejercer un poder absoluto durante 14 años. En México debemos estar alertas frente a estos riesgos. Depende de nosotros, ciudadanos, partidos, medios, academia, que la política social de la administración federal de Peña Nieto no se transforme en la base de una restauración de la política de control político-electoral, misma que practicó el PRI durante muchos años, y que siga fluyendo la alternancia como rasgo distintivo de nuestra sociedad plural.