Si los hombres fueran ángeles, ningún control interno o externo sería necesario sobre los actos de gobierno, decía James Madison, uno de los padres fundadores de Estados Unidos. Pero los hombres no somos ángeles.

En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Corrupción y Buen Gobierno de Transparencia Mexicana (TM), en 2010 se gastaron en el país $32 mil millones en sobornos, casi lo mismo que cuesta el Programa Oportunidades, el principal instrumento del Gobierno Federal para combatir la pobreza.

La corrupción afecta de una manera desproporcionada a los más pobres. Estos, al depender más de la prestación de servicios públicos, son más vulnerables a conductas ilegales de parte de funcionarios gubernamentales de muy distintos niveles, ya sea para inscribir y mantener a sus hijos en una escuela pública, obtener un subsidio para vivienda, o recibir servicios esenciales como agua o electricidad, por sólo señalar algunos ejemplos.

En México, de acuerdo con TM, un hogar gastó en promedio en 2010 cerca del 14% de sus ingresos en sobornos, mientras que los hogares más pobres destinaron hasta el 33% de sus ingresos a este mismo rubro. Existe un círculo vicioso entre la corrupción y la inequidad social.

Sin embargo, el impacto nocivo de este fenómeno tiene muchas más aristas: reduce la recaudación fiscal y con ello los presupuestos gubernamentales; deforma los procesos de contratación de obras (TM estima que la corrupción puede aumentar el costo de las adquisiciones hasta en 25%) lo que deriva en infraestructura de mala calidad; es un obstáculo para el desarrollo económico; y no hablemos de la incidencia que tiene en la inseguridad en México, al configurarse todo un sistema de sobornos por parte del crimen organizado a cuerpos policíacos en todos los niveles.

Todo esto viene a colación porque esta semana Enrique Peña Nieto presentó su iniciativa para crear la Comisión Nacional Anticorrupción que tendría autonomía y jurisdicción en los tres órdenes de gobierno.

Se plantea, por otra parte, conformar un Consejo Nacional por la Ética Pública con expertos que permitan hacer recomendaciones de transparencia, así como darle plena autonomía al Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) y competencia sobre los tres poderes del Estado y los tres niveles de gobierno.

Veo tres retos importantes en esta iniciativa del próximo Presidente: Evitar la “partidización” de la Comisión Nacional Anticorrupción, lo que llevaría a desnaturalizar su carácter ciudadano, como ha sucedido, desgraciadamente con el IFE, rehén de negociaciones y contrapesos entre la partidocracia.

Escuchar las voces de los ciudadanos que ya tienen mucho camino avanzado en el diagnóstico de este tema y en la elaboración de recomendaciones de política pública y rediseño institucional, como la Red de Rendición de Cuentas que articula a más de 50 organizaciones civiles e instituciones públicas o Sonora Ciudadana en nuestro estado.

Insistir más en la “prevención” que en la “sanción” del fenómeno, ubicando los focos rojos, las áreas de oportunidad para la corrupción, fortaleciendo a la par una sólida cultura de la transparencia a nivel de gobiernos, empresas y ciudadanos.

No basta con desaparecer a la Secretaría de la Función Pública o crear nuevos organismos con un alto costo presupuestal, no es una cuestión de marketing gubernamental si no garantizamos eficacia.

Se requiere de una reingeniería a fondo que implica inteligencia, la recuperación de la ética publica, participación ciudadana y estructuras modernas de seguimiento y denuncia, por ejemplo a través de las plataformas que brindan las redes sociales y el Internet para la construcción de “gobiernos abiertos”.